La caza ha sido desde siempre la actividad por antonomasia inherente al hombre desde que tenemos constancia de su presencia como tal. Las representaciones y escenas rupestres de las cuevas cantábricas, con las inmejorables muestras de las localizadas en Asturias, son un elocuente testimonio de la actividad cinegética practicada por el hombre prehistórico. Un seguro, en efecto, para la pervivencia de la especie humana a quien le garantiza la caza en aquellos tiempos primitivos el alimento indispensable para subsistir; la grasa cruda o sebo suficiente para mantener la llama del fuego, que iluminaría las inciertas horas de la noche; y hasta el vestido necesario a base de pieles para protegerse de las inclemencias climatológicas.
Tenemos constancia documental de que en la Edad Media peninsular la caza tuvo un sentido utilitario. Durante la primera etapa de la Reconquista esta actividad contribuyó a la alimentación de los ejércitos que estaban en constante movimiento. En estas etapas de la historia la organización de partidas de caza comunales, promovidas y dirigidas por los señores para evitar la acción de las alimañas, eran habituales y tan sólo pretendían eliminar los dañinos ataques de los depredadores a las cosechas, al ganado y a las personas. Hogares campesinos, monasterios, castillos o residencias palaciegas se abastecían de estas presas con el consiguiente beneficio económico, dado que les facilitaban complemento alimenticio y vestimentario.
Es evidente que el cazador en pleno contacto con la naturaleza, disfrutaba de la misma con auténtico placer, pero también recuperaba su preparación física, la necesaria para llevar a cabo con éxito sus compromisos guerreros. Se trataba de una cuestión de higiene personal, que ya recomendaba El Libro de la Montería (a. 1350). Algo similar advierte El Libro de la caza con aves del canciller Pedro López de Ayala (1332-1407) al referir el beneficio que produce la caza al hombre al «aprovecharse de las cosas que Dios crió e fizo para el servicio del home».
Como es obvio, en la Asturias medieval la caza fue la actividad prioritaria ejercida tanto por nobles como por vasallos al servicio de tan compleja tarea, y por el sector eclesiástico en el que podemos incluir a los numerosos monasterios, prioritariamente benedictinos, que pueblan la geografía y espacios montañosos de la región. De hecho, lo habitual que resultaba en estos centros la práctica cinegética, pronto fue motivo de inspiración para las familias de canteros que trabajaban bajo su patrocinio, levantando las fábricas monásticas que aún se mantienen en Asturias. En las mismas, podemos observar como a través del más genuino y artístico románico se representaban escenas cinegéticas sobre piedra, e incluso en sillerías de coro y otro bienes muebles, toda una visión que reflejaba el modo de vida cotidiano de los asturianos.
Las escenas reproducidas pueden ser simples, ocupando el pequeño espacio de los canecillos en los que suelen aparecer un hombre lanceando un animal, por lo general un jabalí, y en los capiteles donde el artista disponía de una espacio mayor en el que suelen aparecer escenas muy completas, incluyendo, a veces, músicos y danzarines celebrando el festejo que suponía la captura de la presa. También aparecen cazadores haciendo sonar sus cuernos, y otros lanceando, animales de presa como perros, y la misma presa que en ocasiones sujeta en sus fauces a algún cazador despistado. Todos estos ejemplos podemos verlos, entre otras muchas, en la iglesia del antiguo monasterio de San Antolín de Bedón (Llanes), en San Juan de Amandi, Santa María de la Oliva, o Santa Eulalia de la Lloraza, todas en el concejo de Villaviciosa; y también son muy interesantes las que decoran el templo románico del antiguo monasterio de San Pedro de Villanueva, en el concejo de Cangas de Onís, actualmente convertido en Parador Nacional. En la portada principal de la iglesia de este antiguo monasterio se conserva también en muy buen estado una escena de caza realmente destacable dentro de la escultura románica asturiana: La despedida de una dama y un caballero, montado a caballo, que se dispone a salir de caza, según apuntan los atributos que adornan la escena. Esta representación ha tenido diversas interpretaciones entre las que se cuenta, según la tradición, que se trata del rey Favila despidiéndose de su esposa cuando iba a cazar el oso, el úrsido en cuyas fauces muere el citado monarca, según los relatos históricos. Escena similar se localiza también en la portada del templo monástico de Santa María de Villamayor (Piloña).
Y es que en los monasterios asturianos la caza era prioritaria, tanto para los femeninos como para los masculinos. Las donaciones reales que por lo general dieron principio a estas fundaciones religiosas, ya les transferían espacios acotados en torno al monasterio y bosques, que si bien en ocasiones se roturaban algunas de sus partes, por lo general, se mantenían como espacios para la práctica, entre otras muchas funciones, de la caza. Los renteros que explotaban estas extensiones debían abonar al abad/abadesa la renta estipulada frecuentemente con alguna pieza, que facilitaba la carne necesaria para la comunidad religiosa, así como las pieles necesarias para abastecer al scriptorium del monasterio. No era esto, sin embargo, el motivo principal de la práctica de la caza, si no mas bien el facilitar a la población campesina los medios necesarios para controlar una población salvaje que ponía en riesgo sembrados, cosechas y hasta la vida del propio campesino.
En las abadías masculinas los propios monjes practicaban la actividad de la caza en los entornos inmediatos del monasterio, tanto es así que en orden a guardar una más estricta observancia eran con frecuencia censurados por la autoridad episcopal. Es el caso de la comunidad de monjes benedictinos de San Juan Bautista de Corias (Cangas del Narcea).
Este monasterio, considerado como el Escorial asturiano por su monumentalidad arquitectónica, fue fundado a principios del siglo XI por los condes Piniolo y Aldonza quienes nombran en el año 1034 al clérigo Arias Cromaz como abad del mismo y responsable de una comunidad integrada por doce monjes.
El dominio monástico, de enorme extensión, favorecía el aprovisionamiento de la comunidad tanto de los productos de caza y pesca, como de cereales y otros bienes que comercializaban. El rio Narcea y los afluentes de su curso alto (Naviego,Coto, Arganza y Gera) constituyeron un eje vertebrador de propiedades. Estas se extendían igualmente en la amplia fachada marítima del territorio astur, localizándose bien en las rasas cercanas al litoral o en los valles que forman el curso bajo de los ríos que desembocan en el Cantábrico (Canero, Negro, Navia). En torno al Nonnaya y el Pigüeña o en el valle de Candamo el número de propiedades era inferior. La meseta castellana también fue una amplia área de presencia de los monjes negros de Corias en la que se abastecían de los productos necesarios, entre los que se encontraban los derivados de la caza.
Cuando el 28 de septiembre de 1380 el obispo ovetense don Gutierre de Toledo (1377-1389) llega a Corias en visita pastoral, dentro del amplio programa de reforma eclesiástica, la situación de crisis interna y falta de observancia le obliga a dictar unas Constituciones de reforma en las que condena las faltas de los monjes, y entre las que se encuentra la dedicación excesiva a la actividad de la caza:
Que ningún abbat, nin monges non se entremities andar a caza con perros, nin con aves, por si nin con otros; et el que contrario feziese, quel abbat et el prior que fuesen suspensos de la collación de los beneficios que les pertenescen por dos annos […] . Et por quanto nos en esta visitación, que feziemos en el dicho monesterio de Corias, fallamos quel abbat, prior et algunos de los monges del dicho monesterio criavan aves et podencos et yvan a caza con ellos, por ende mandamos quel dicho abbat, prior et monges de aquí en delantre non crien aves algunas de caza, nin podencos, nin otros canes algunos de caza, nin vayan a caza por si nin con otros, so las penas contenidas en la decretal.
Esta situación que denuncia el obispo era generalizada en todos los monasterios, pues el interés por la caza no sólo era de carácter económico, sino una forma de entender la naturaleza, de hacer ejercicio y disfrutar del medio contemplando el mismo acto de la Creación. Cazar suponía, en efecto, cuidar el bosque, repoblar y controlar el medio.
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