Finaliza septiembre, el amanecer es frío y el viento sopla para recibir al otoño, pronto la hojarasca extenderá su manto, la densa niebla no me deja ver, camino lentamente, las huellas de mis pasos van quedando sobre el barro del camino, quebrado por las aguas que arrastran la tierra, abriendo grietas como heridas. El sonido que producen la incesante lluvia y el curso del agua se detiene, un grito salvaje reclama su derecho de dominio y la sierra montañosa se arrodilla a sus pies. El berrido del animal detiene mis pasos y provoca en mi un profundo escalofrío. Una cierva cruza el camino, nos separan unos metros, se detiene un instante y desaparece entre la bruma.
Procuro caminar en silencio, respirar en silencio, intento no delatar mi presencia. A través de la blanca cortina consigo adivinar una trocha entre los enebros, muy despacio voy ordenando cada paso, suavemente, lentamente. Me siento pequeño en la inmensidad de este paraje incomparable. Un agateador trepa por el tronco seco de un viejo roble y se detiene curioso a observarme. Recoloco mi gorra, no puedo evitar que la lluvia me moje la cara y vuelvo a escucharlo, con más intensidad, con más fuerza, es el salvaje bramido del más elegante animal de los bosques de la Sierra de la Demanda. Permanezco inmóvil, mirando hacia el barranco, adivino las sombras que los robles dibujan como si de fantasmas se trataran, ajusto mis prismáticos y me apoyo sobre el trípode para observar, pero es inútil. Los retiro y trato de secarlos, de protegerlos del agua confiando en que en algún momento se abra el día.
Siento perfectamente los latidos de mi corazón, me detengo en mi respiración, lenta y profunda. Retiro la cara, le doy el costado a la lluvia que arrecia y descuelgo la mochila sobre el suelo, a mi espalda. Cierro los ojos, en mi pensamiento está mi madre, mi padre, mis cuatro hermanos, todos están aquí, cada uno de ellos me han conducido hasta aquí, es mi manera de rendirles tributo, de honrarles, de quererles. Adivino sus sonrisas y les siento a mi lado, es un templo demasiado bonito para mi sólo. Puedo ver a mis tres chicas, mi mujer y mis dos pequeñas, qué contradicción, cómo las echo de menos!.
Recuerdo ahora aquellos veranos en Presencio que nos vieron crecer, la chopera, la ermita, los paseos hasta el manantial, las palomas en el río, los caños, los dorados campos, las codornices, los perros, la tienda de campaña, la noche, las estrellas, millones de estrellas... por qué camino volver, cuánta felicidad! Mamá, papá, cómo devolveros tanta generosidad, tanto amor!.
Percibo en el aire un olor inequívoco a jabalí y vuelvo a mi lugar, abro lo ojos y descubro el intenso verdor fresco de un bosque mágico, ahora si, como si de un teatro se tratara el viento ha retirado la cortina y la lluvia cesa. Dirijo la mirada hacia el barranco, un berrido desgarrador vuelve a sonar, trato de encontrarle entre las ramas leñosas de los enebros, distingo las intensas perlas rojas de los acebos. No consigo hacerlo, pero el movimiento de una hembra le delata. Majestuoso levanta su corona proclamando su reinado, lentamente coloco el trípode de nuevo, descuelgo el rifle de mi hombro derecho y lo encaro, me apoyo lentamente y trato de controlar mi agitada respiración. Puedo verle a través del visor, a su lado hay cinco ciervas adultas que le hacen guardia. No tengo dudas, también él ha puesto su mirada en mi, dándome el pecho da unos pasos retándome y me ofrece el costado derecho antes de detenerse. Deslizo el seguro con el pulgar y acaricio el gatillo suavemente. Las ciervas dan la voz de alarma y comienzan la huida, el ciervo lo hace tras ellas tan solo un segundo antes del seco disparo, el gran macho no sigue a las ciervas y corre hasta cruzar las rocas erosionadas del cauce pluvial, mientras tiro del cerrojo. Comienza a remontar la ladera, pero ralentiza su marcha, sortea unos pequeños robles y se detiene. Mi cuerpo tiembla y la respiración se entrecorta, la emoción me envuelve, el venado se entrega y hasta el tiempo se da un momento, se toma un descanso, se para. Necesito sentarme, coloco el seguro y cuelgo el arma sobre el trípode antes de hacerlo.
Se me acumulan los pensamientos, se atropellan unos a otros, todos los esfuerzos y sacrificios hechos cobran sentido. Me acuerdo en este instante de los relatos de mis ilustres veteranos, mis grandes amigos cazadores, de sus consejos, de sus pautas, de su talante, de su buen hacer. Siento un enorme orgullo de cazador y muestro un profundo respeto por el animal, él le da sentido a nuestras vidas. En este momento de inmensa alegría, de enorme felicidad, me quiero acordar especialmente de mi hermano pequeño Rubén, tu sobrina Noa dice que puede verte sonreír, sentado en la luna creciente. Estoy seguro.
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